Finis Cataloniae?
Ksawery Pruszynski
1937
En la España Roja, Alba 2006
Tres días después de mi llegada a Barcelona entregué mis cartas de recomendación a dos dignatarios: Ventura Gassol, poeta, consejero catalán de Educación, y Jaime Miravitlles, que había sido en otro tiempo profesor en una escuela técnica para obreros y que se había convertido en jefe de las milicias populares en Cataluña, después de haber dirigido con éxito los combates callejeros. Además de una acogida sumamente amable, recibí de las autoridades un nuevo salvoconducto adornado con una multitud de sellos y firmas. Al día siguiente pedí que se requisaran para mi uso profesional objetos tan indispensables para la profesión de periodista como un coche -¡faltaría más!, y esta necesidad para mí tan evidente se solventó con la rapidez de un relámpago: en apenas media hora. La máquina de la burocracia revolucionaria, lenta y torpe en materia de pasaportes, demostró en esta ocasión una eficacia asombrosa, adquirida al parecer durante las primeras semanas del golpe. Al salir sólo se me ocurrió pensar que en este bello país resultaba más fácil conseguir un coche ajeno que tu propio pasaporte.
No obstante, tengo que quitarme la careta y reconocer que este plan estupendo no fue idea mía. En realidad el plan lo urdió el propietario del coche requisado, mi nuevo conocido, el tal De Vergnolles que concentra todas sus energías en salvar su coche del destino que corren todos los vehículos en España. De Vergnolles llegó a la conclusión de que no había mejor protección contra la epidemia de Incautaciones que la vacuna inocua de una requisición aparente y amistosa. Así que le hice caso y me presenté en la institución correspondiente, expliqué allí el objetivo de mi visita, indiqué la matrícula del vehículo que había elegido y cerré unos cuantos detalles más. Abandoné el lugar con la autorización pertinente, mientras De Vergnolles remataba la operación consiguiendo un permiso para trabajar de chófer y la asignación de su propio automóvil como herramienta de trabajo. En su calidad de chófer recibió el correspondiente carnet profesional y una autorización para desplazarse por «todo el territorio antifascista». De esta manera dejó de ser un sospechoso burgués para convertirse en un proletario de confianza, asegurando de paso la propiedad de su automóvil. Dentro de unos días partimos hacia Madrid, pasando por Valencia y La Mancha. Cruzaremos la mitad de España que, al igual que Ucrania en 1918 arde por el fuego de la revolución y nos adentraremos en la tierra en llamas de Don Quijote. De Vergnolles puedo decir que me resulta muy desagradable cuando usa la «de» de su apellido y también altamente sospechosos esos trucos suyos para conservar su coche y tomarle el pelo a la revolución. Pero la expedición que hemos planeado puede resultar muy interesante, especialmente en este momento, y por eso al final he decidido rendirme a sus planes.
Sin embargo, no todo el mundo considera que su principal problema sea encontrar la fórmula para salvar su vida y sus propiedades. De Vergnolles repite mucho, sin llegar a entenderlas, las grandes frases de la revolución proletaria: en realidad su significado para él se reduce a una mansión en el Paralelo y a un automóvil de lujo. También hay milicianos, chicas, revolucionarios auténticos y de extracción proletaria, que concentran su mirada en el futuro más próximo. Están embriagados por su ascenso en la escala social, y les da igual haberlo conseguido a costa de haber hecho trizas la realidad; están satisfechos por haber vencido a los oficiales, los banqueros y los curas, por las adulaciones que les dedican los intelectuales en la radio y la prensa, por las noticias grandilocuentes del frente. También a ellos les cuesta contemplar los acontecimientos como un todo, incluyendo los beneficios y consecuencias de lo que ha sucedido. No obstante, aún quedan en Cataluña personas a las que ni un coche ni una propiedad pueden tapar la visión del conjunto y cuyo profundo conocimiento humano, su sabiduría y su formación permiten ver aquello que no pueden ver los primeros.
El segundo de mis conocidos pertenece -por suerte- a este otro grupo de personas. Su sufrimiento hunde sus raíces en el drama humano que le rodea, y no en la posibilidad de perder su propia vida o sus pertenencias, ni siquiera en la posibilidad de perder a sus familiares y amigos; sus preocupaciones están en un nivel infinitamente más elevado que las que afligen a tipos como De Vergnolles. Él sufre porque es un hombre de ideas, un intelectual; porque es un progresista, un socialista catalán.
El primer fracaso ideológico de este hombre tiene que ver con la relación entre Cataluña y esta revolución. El nuevo Gobierno catalán se ha instalado ya en el palacio del viejo consejo barcelonés, una especie de senado veneciano de este reino marítimo español. Cataluña ha cumplido los sueños de generaciones de catalanes y se ha convertido en una república autónoma. Pero mi amigo sabe que eso es sólo un espejismo, que la autonomía de Cataluña que se vislumbraba a lo lejos a comienzos del siglo terminará siendo como las de Ucrania y Georgia, y no como las de Lituania o Letonia. La cuestión catalana, que lejos de solucionarse se ha acentuado aún más en las últimas décadas, se ha dado por zanjada. Pero ¿cuál era, entonces, la cuestión catalana?
Un sector de la burguesía y de la pequeña burguesía había logrado un desarrollo mucho más grande que el del resto de España, impregnándose de las ideas europeas que Castilla se negaba a aceptar, ideas como el liberalismo, el rechazo a la hegemonía del Ejército, la Iglesia y la nobleza, así como al centralismo de la capital. La ideología de este sector de la burguesía se basaba en la lucha por el derecho a usar su propia lengua en la escuela y en la administración, a una literatura propia, a una historia con héroes nacionales propios y antepasados que habían luchado contra Madrid. Esta ideología ha sobrevivido a la revolución del 19 de julio, pero, en cambio, su base social se ha precipitado en el abismo. Hoy la cuestión catalana ya no se plantea. De Vergnolles no lo sabe, tampoco los milicianos; quizá ni siquiera Companys, que está absorto en las dificultades del día a día, sea consciente de ello. Mi amigo sí que lo sabe, y muy bien.
Hoy la cuestión catalana ya no existe, porque la burguesía moderna que la planteó y luchó por resolverla no consiguió solucionarla cuando el liberalismo y la burguesía estaban en su plenitud. El derrocamiento de la monarquía y la autonomía catalana llegaron como un tardío fruto otoñal, el fruto de un árbol agotado, la última conquista de una capa social que políticamente pertenece al pasado. La cuestión catalana ya no existe, porque a la nueva clase obrera le resulta ajena. Muchos son los factores que han contribuido a esta situación, pero en su raíz está el proceso de industrialización de Cataluña, un proceso increíblemente intenso. La población de la Barcelona industrial supone la mitad de los habitantes de Cataluña. Esta proporción de fuerzas habla por sí sola. Desde hace años el proletariado industrial de Barcelona estaba bajo la influencia del anarcosindicalismo, que defendía una España federal, en la que Cataluña no debía recibir un tratamiento especial. Este proletariado, al igual que muchos otros, ha demostrado poco interés por las peculiaridades lingüísticas y nacionales. Por último, también se ha producido una infiltración muy fuerte de elementos genuinamente españoles procedentes de Castilla, Andalucía o Murcia. Una cuarta parte de los habitantes de Cataluña ha nacido fuera de sus fronteras. La lucha del 19 de julio se desarrolló bajo las banderas del socialismo y el comunismo, del anarquismo y el sindicalismo, bajo las banderas de los trotskistas y estalinistas; y la marea roja ha convertido los colores catalanes en algo simplemente decorativo. Numerosas publicaciones catalanas fueron clausuradas por burguesas y los partidos y organizaciones catalanes desaparecieron. La izquierda catalana desempeña un papel cada vez menos importante en el Gobierno, mientras que los nuevos consejeros están cada vez más comprometidos con la revolución. La lucha contra las clases sociales propietarias socava también la propiedad nacional. La monarquía española jamás hubiese sido capaz de unificar el país como lo ha hecho la revolución proletaria.
Aún es imposible predecir lo que sucederá en un futuro próximo pero en caso de que triunfe la revolución se instalará aquí un gobierno más o menos parecido al soviético, quizá con mayor peso de capital extranjero, quizá un poco menos al estilo de Rusia y más similar al de México. Si ganan los militares, se iniciará con toda seguridad un período de dura reacción: Queipo de Llano, un general-histrión, que todos los días trova y maldice a través de la radio de Sevilla, no encuentra otro apelativo para referirse a los catalanes que el de «perros catalanes». En cualquier caso, parece que el destino de la cuestión catalana ya ha sido decidido. Irá a parar a los anales de la historia, al mismo lugar que la clase social con cuyo florecimiento apareció en escena y de la que fue incapaz de separarse.
En cuanto al desarrollo industrial, hasta hace pocos años la industria catalana no estaba tan concentrada como ahora, sino dividida en pequeños talleres, con numerosos empresarios y pocos obreros. Pero durante la Gran Guerra, debido a la necesidad de los suministros militares, se modernizó, y su proletariado ha crecido en cientos de miles de personas hasta convertirse en una clase social importante. Pero la demanda de mano de obra barata hizo que los empresarios trajeran a obreros procedentes de fuera, de la pobre Castilla o de la Murcia de los minifundios. El campesino catalán era ilustrado y acomodado, tenía muchas tierras y pocos hijos. En Cataluña no se planteaba la cuestión agraria, pero los problemas agrarios de otras regiones, los minifundios murcianos y los latifundios andaluces, que impulsaron la llegada a Cataluña de mano de obra barata, quebraron las bases nacionales del catalanismo. Fueron personas como Rosa, y los hermanos de Rosa, quienes rompieron esas bases.
Pero el destino de Rosa y sus hermanos no cuenta. Esta guerra pasará por encima de sus vidas y sus cuerpos. Ellos son las monjas asesinadas en los conventos, los obreros-milicianos que mueren en los frentes, y también el soldado del Tercio ejecutado por el Ejército gubernamental. Ellos, seres silenciosos y anónimos, están a un nivel inferior de eso que se llama la Historia. Ni siquiera saben cuál Ira sido su papel, cuál es el resultado de su llegada masiva a las fábricas de Barcelona. Les sorprendería saber que fueron ellos los que de¬cidieron el destino de esta cuestión nacional, que en este rincón de Europa lograron lo que no consiguió Bismarck en la región de Poznan. Hasta ignoraban que existiera eso mismo que destruye¬ron. Y sin embargo, ha sido esta masa infrahistórica la que ha escrito la historia con su impulso por salir de la pobreza y su trabajo, con la fuerza de su número, con sus esfuerzos por convertirse en obreros ilustrados. Fue ella la que llevó a cabo la obra de unificación de este país con España, de su castellanización. Al hacerlo han continuado, por un extraño azar del destino, la política del primer Borbón que ocupó el trono de España; porque fue Felipe V, el nieto del Rey Sol, quien aplastó los inicios del separatismo catalán. ¡Qué sucesores tan inesperados están rematando hoy su obra sin saberlo!
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