EL ÚLTIMO VUELO DEL ÁGUILA
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Napoleón en su crepúsculo |
Es
el día veinte de abril de 1814. En el patio del Caballo Blanco del palacio de
Fontainebleau la Vieja Guardia
desfila por última vez ante tus ojos. Una mirada que ha contemplado cientos de
batallas, de jornadas patéticas y heroicas, reyes postrados ante tu genio y
princesas esperando un baile, unos ojos que gobernaron el mundo… Caminas en
silencio entre hileras de hombres. Escuchas la respiración cortada de los
veteranos, el silbido de una pulmonía llevada de las estepas de Rusia, algún
gruñido que incita a un último gesto de rebelión, algo que ahora seria tan
heroico como estéril. Ninguna lágrima. Es la Vieja Guardia. Hombres que
huelen a tabaco, alcohol y pólvora. Con el dedo escoges a seiscientos. Es tan
difícil dejar al resto. Te seguirían al fin del mundo. Antoine, Nicolás, Remy,
Bernard, y tantos otros. Que vuelvan a casa…
Un buen general conoce a cada uno de los soldados de su guardia. Si no
es así cómo puede mandarles a la muerte sin pestañear. Por la noche ves sus
caras en tus sueños. Sabes el nombre de sus mujeres, de sus hijos, donde
vivían. Si no fuera así como podrían ser fieles camaradas. Ellos son ahora
ciudadanos de Francia. El tiempo de los reyes que tenían a los soldados como esclavos ha pasado. Ahora
luchan y mueren por ideas o por un trozo de tela de tres colores... Un hombre
libre no moriría por un rey que no sabe su nombre, pero que conoce al dedillo
cada uno de los perros de su jauría. Quizás fuera así antaño, pero los tiempos
han cambiado. Has hecho reyes de simples hombres y convertido a reyes en
hombres vulgares, has liberado pueblos y sometido imperios. Una chusma bien
dirigida puede conquistar el mundo. Esperas que el mundo haya comprendido la
lección que les has mostrado. No lo harán.
Recuerdas. Recuerdas la mañana en el puente de Lodi. El júbilo de los
soldados: campesinos malolientes y los hijos de burgueses holgazanes, una masa
confusa de gentes viles convertidas en conquistadores de las tierras de Italia.
Recuerdas la noche en Austerlitz: las fogatas del campamento, la leyenda del
lago helado engulliendo al ejército austriaco en retirada, la batalla de los
tres emperadores. Recuerdas las cartas de tu hermano en que hablaba del cielo
de Madrid un día breve de verano, de sus mozas y sus tabernas, de aquel pueblo
fanático e ignorante pero indómito e invencible. Recuerdas Moscú y sus heladas
estepas, aquel desierto blanco, la espera interminable y los primeros copos de
nieve cayendo suavemente en tu guante. La herida aún te duele. Ahora ya nada
queda. Todos lo saben pero no hablan de ello.
En Viena se celebran fiestas en honor a tu caída, tus estatuas son
destruidas por el cincel que las esculpió. La mano que copió tus leyes ahora
las lleva a la hoguera. A los niños les dan la papilla con la amenaza que el
Ogro francés vendrá a buscarlos. En Londres, la nación de los tenderos se
apresura a extender su dominio sobre los mares. De las cenizas de un mundo
viejo surge uno nuevo. El mar será suyo ahora. Los Borbones regresarán a
Francia y España. Te han vencido.
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A. Montfort (Adiós a la Guardia Imperial) |
Pese a todo, has aceptado la paz en Europa a cambio de retirarte a la Isla de Elba, un minúsculo
principado en la costa de Italia. Un último servicio a la patria, y a ti mismo.
Podría ser peor. Allí hace buen tiempo. Estarás cerca de Córcega, tu verdadera patria.
Habrá buen vino y buena compañía, tu esposa será Duquesa de Parma y tendrás un
sueldo de dos millones de francos al año y el resto de los Bonaparte recibirá
una pensión. Una jaula de oro.
De repente, un gesto rompe el silencio. Un soldado se lleva un
estandarte. Gritas:
-¡Traedme el águila!
La
acercan. Casi se te rompe la voz. El soldado la agacha hasta tu frente. Le das
un beso. Al poco estallan los llantos. Te seguirían al fin del mundo. Les dices
adiós, te vas arrastrando la gabardina y subes al carruaje. Solo te quedan
seiscientos. Observas el palacio, será un hasta luego. Elba te espera. Un
chasquido de látigo, el carruaje se ha puesto en movimiento. Y sonríes.